«No odiar a los hombres por los vicios y no amar a los vicios por los hombres» (Ps 138,28), así define san Agustín lo que él llama el "odio perfecto", que nunca puede dirigirse a una persona, sino sólo a sus pecados. La sentencia se ha hecho famosa, e incluso el propio san Agustín la dice de diversas maneras: «odiar el pecado, amar al pecador» es el modo como suele citarse.
Me da la impresión de que después de 300 años de cristianismo, los creyentes habían desarrollado en época de Agustín el mismo vicio con el que continuamos: creer que eran superiores a los demás, al mundo, a los pecadores, al paganismo circundante, en algo. San Agustín, dirigiéndose a esa catolicidad ensoberbecida, pagada de sí misma y olvidada del don, no se pone en la acera de enfrente, pero predica una y otra vez lo mismo: la gracia. Por pura gracia estamos salvados; mío: nada; de Cristo: todo. ¿Quién soy yo para juzgar a quién?
Me encanta, por ejemplo, este pasaje:
«En fin, el mismo Señor intercedió ante los hombres para que no fuese apedreada la adúltera: de ese modo nos recomendó el oficio de intercesores. La diferencia está en que El hizo con el terror lo que nosotros hacemos con una petición. Es que El era el Señor, y nosotros somos los siervos. De todos modos, El sembró el terror para que todos debamos temer. Porque ¿quién de nosotros está sin pecado? Cuando dijo a los que le traían a la pecadora para que la castigase que quien fuese consciente de estar sin pecado arrojase primero la piedra contra ella, se rindió la crueldad por el temor de la conciencia; se desvaneció toda aquella reunión y dejaron sola a la mísera con la Misericordia. Ríndase la piedad cristiana a esta sentencia, a la que se rindió la impiedad de los judíos; ríndase a ella la humildad de los seguidores, pues se rindió la soberbia de los perseguidores; ríndase la confesión de los fieles, pues se rindió el disimulo del tentador. Perdona a los malos, hombre bueno. Sé tanto más benigno cuanto eres mejor. Hazte tanto más humilde cuanto más te encumbras por el poder.» (Carta 153,11)Y como éste tiene el santo de Hipona muchísimos otros pasajes. Por todas partes aflora en su obra enseñar al creyente a desear para el otro la misma misericordia que obtuvimos nosotros mismos y por lo cual somos creyentes, y a interceder ante Dios para que esa misericordia llegue al hermano cuanto antes mejor.
Andando el tiempo, la sentencia de san Agustín se invirtió: el santo enseñaba el odio al pecado y el amor al pecador, para insistir con el amor al pecador, para enseñar cómo amar en medio de la inevitabilidad del odio, nosotros la enseñamos para insistir en el odio al pecado: enseñamos a odiar a pesar del mandato del amor. Veamos con qué matiz distinto aparece esta misma sentencia en el catecismo de la Iglesia Católica. Viene hablando de la convivencia en la sociedad, del deber del cristiano de mirar al otro como prójimo, y dice:
«Este mismo deber se extiende a los que piensan y actúan diversamente de nosotros. La enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del amor que es el de la nueva ley a todos los enemigos (cf Mt 5, 43-44). La liberación en el espíritu del Evangelio es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo.» (nº 1933)Me llamó la atención la fórmula, que no calza bien en el contexto -no está hablando del pecado sino del pecador- y que además manifiesta la intención contraria a la de la fórmula agustiniana: cómo encontrar el subterfugio para seguir odiando, a pesar del evangelio. Y no se crea que esta inversión es un defecto de la traducción al español, habitualmente tan descuidada y pobre; no: está así en la formulación latina: hablando del pecador y cómo debemos amarlo, cierra el pensamiento enseñándonos qué cosa debemos seguir odiando y cómo hacerlo sin violar el evangelio... Esa sentencia no tiene allí contexto, no se está hablando de ello, si se quería hacer el distingo entre pecador y pecado, entonces debía hacerse en un párrafo aparte.
Y vemos que en general los católicos encontramos en la sentencia agustiniana el parapeto ideal para seguir ejercitándonos en el odio: no odiamos pecadores sino pecados, así mantenemos el "tuning", nos mantenemos en forma, sin violar el evangelio, que por suerte sólo nos prohíbe un odio, no todos... con san Agustín en la mano, hemos conseguido enmendarle la plana al santo, y hacer que en vez de predicarnos para que aprendiéramos a amar, nos ayudara a poder seguir odiando.
Porque el odio no es cosa sólo del objeto. Ya sé yo que no se puede amar la idolatría, la perversión, el crimen, el pecado. Todo eso es odioso, y es natural que el hombre que pretende pertenecer al círculo de la bondad divina lo odie: Dios mismo no ama todo aquello, que es no ser, vacío y oscuridad. Pero el odio es también cosa de quien odia, y mientras odiamos, aunque odiemos con justicia, y cumplamos en ello con el evangelio, estamos alimentando un espíritu de mal dentro nuestro. Es inevitable que odiemos, pero de ninguna manera tenemos que tratar de odiar, aunque nuestro odio sea justo; y mucho menos aprender qué cosas podemos continuar odiando, a pesar del evangelio. El odio, como auténtico mal espíritu, se reviste de ángel de luz, y nos tienta, no mostrándonos cosas prohibidas, sino cómo podemos perpetuar el propio odio en el mundo haciendo cosas permitidas, sin violar ningún precepto evangélico.
El mayor problema es que el consejo agustiniano nos viene muy bien, resuelve problemas concretos: sea una madre que tiene un hijo delincuente, ¿cómo continuar amando a ese hijo, sin ponerse del lado del delito? ama al pecador sin amar su pecado. Sea un mundo sumido en el mal obrar, ¿cómo continuar viviendo en él y amándolo lo suficiente como para desearle lo bueno? ama a cada uno de los pecadores que hay en él, sin amar su pecado. El consejo de Agustín no sólo es bueno, es que es necesario.
Pero en esos dos ejemplos se ve con claridad que cuando se ama al pecador sin amar su pecado una nota distingue al que ama: sufre por quien ama. La madre, por amar a su hijo y odiar el pecado de su hijo sufre, atrae sobre sí el dolor del pecado del hijo, y al hacerlo, de algún modo misterioso lo redime. Lo mismo puede decirse del pecado en el mundo: el mártir sufre por el mundo que lo está matando, y redime al mundo en la medida de su amor por el mundo (fruto misterioso de ese amor es la frecuente conversión de los perseguidores).
Lo que a mí me da la impresión (y esto sabrá cada uno, no puedo saberlo yo, es sólo una impresión) es que cuando en la vida corriente invocamos en la Iglesia el consejo agustiniano, no sufrimos por el pecador al que decimos amar; usamos la frase de san Agustín sólo como subterfugio. Vemos que, por ejemplo, en las páginas católicas se odia los pecados de esta época que nos tocó vivir, pero junto con ellos se odia también a los pecadores de esta época... ¿y cómo lo notamos? en que aunque nos reciten la frase agustiniana, no sufren con ellos ni por ellos (las páginas católicas son semejantes a las parroquias, pero más visibles, y en esa misma medida, más dañinas).
¿Pero debemos entonces integrar toda la lacra moderna en nuestra vida cristiana para mostrar que no odiamos a los pecadores? No, quizás el remedio sea simplemente dejar de ponernos en el lugar de Dios. Sea una familia, de la que somos el hermano "bueno", y sabemos que inevitablemente las obras del hermano "malo" llegarán a oídos del padre de la casa, ¿trataremos de que efectivamente lleguen? ¿trataremos de juzgar todo el tiempo a nuestro hermano, y proclamaremos en voz alta sus acciones cada día, para que sea claro quién es el malvado y cuán malvado es? ¿o si amamos realmente a nuestro hermano (aunque no a su maldad) trataremos de poner un "colchón" a sus acciones, para que el padre sufra lo menos posible, pero también el hijo malo permanezca en el círculo del amor del padre?
Cuando el episodio del becerro en Éxodo 32, Dios quiso destruir al pueblo pecador y contumaz, y ofreció a Moisés crearle un nuevo pueblo. Sin embargo Moisés (que estaba tan harto de los israelitas como el propio Dios) extremó los argumentos para obligar a Dios a reconsiderar su decisión:
«Entonces habló Yahveh a Moisés, y dijo: "¡Anda, baja! Porque tu pueblo, el que sacaste de la tierra de Egipto, ha pecado. Bien pronto se han apartado el camino que yo les había prescrito. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han dicho: 'Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto.'"
Y dijo Yahveh a Moisés: "Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Déjame ahora que se encienda mi ira contra ellos y los devore; de ti, en cambio, haré un gran pueblo."
Pero Moisés trató de aplacar a Yahveh su Dios, diciendo: "¿Por qué, oh Yahveh, ha de encenderse tu ira contra tu pueblo, el que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y mano fuerte? ¿Van a poder decir los egipcios: Por malicia los ha sacado, para matarlos en las montañas y exterminarlos de la faz de la tierra? Abandona el ardor de tu cólera y renuncia a lanzar el mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel, siervos tuyos, a los cuales juraste por ti mismo: Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; toda esta tierra que os tengo prometida, la daré a vuestros descendientes, y ellos la poseerán como herencia para siempre."
Y Yahveh renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo.» (Ex 32,7-14, hay otras intercesiones similares en Números y Deutreronomio)
Dios no necesita una Iglesia de gente que se adelanta a los sentimientos divinos y pretende obrar como Dios, juzgar como Dios, y condenar con la legitimidad de Dios. Primero que nada porque no somos Dios, y no lo sabemos hacer, y en segundo lugar porque para eso está Dios. Si creó una Iglesia es para continuar su obra redentora: si necesitaba enviarse como Hijo para poder rescatar, si no podía rescatarnos del pecado como Padre, sino sólo como Hijo, tal vez es porque en el misterio del pecado los hermanos que ahora somos cumplimos una función única e irremplazable, ¡que no estamos cumpliendo! No reemplazar al Padre sino ser ese hermano que apacigua la justa cólera del Padre. Como el mismo Agustín lo decía en la cita inicial: «nos recomendó el oficio de intercesores».
En cambio de eso hay ejércitos de cristianos defendiendo la pureza de los derechos divinos, no les importa si los hermanos por los que deben interceder se quedan sin sacramentos, se quedan en las tinieblas del mundo, desesperan o se escandalizan de no ser recibidos ni escuchados. Nosotros estamos dedicados a odiar el pecado, en vez de a lo que toca: amar al pecador e interceder por él.
De cada hombre que desespera de poder alcanzar la gracia a causa de nuestros estúpidos distingos teológicos se nos pedirá cuenta.