sábado, 21 de septiembre de 2013

¿Cómo debe plantarse el católico ante la cultura?


Me gusta la pregunta, la viene haciendo Hernán en muchos de sus post, y es una pregunta que no se puede obviar, ni se puede responder en un post (tampoco en este). Un «signo de los tiempos» podría ser, por ejemplo, la urgencia con la que una y otra vez venimos obligados a hacérnosla.
Cuando yo cursé la facultad se hablaba mucho de «fe y cultura», se hicieron «comisiones de fe y cultura», y claro, la cosa luego se estabilizó, y ya esas comisiones forman parte de la vida normal de cualquier diócesis, por ejemplo. Pero no estoy seguro que plantear la cosa como «relación fe-cultura» ayude a responder realmente a la pregunta.
Confiando -como humorísticamente decía Macedonio Fernández- en «el valor corroborativo de las autocitas», me gustaría traer a colación aquí un texto que escribí hace ya 10 años, en la página de Ideario de El Testigo Fiel:
«La cultura es el aire natural que respiramos, y la Fe es para cada uno de nosotros el principio vivificante sobrenatural que hemos aceptado. El diálogo «fe-cultura» que practicamos a cada paso no es tanto el de oponer a la cultura ambiente (y a la que pertenecemos de manera ineludible) otra cultura que lleváramos guardada en nuestra mochila de peregrinos por este mundo, sino el encontrar en cada lugar de oscuridad el punto desde donde es posible encender la luz, en cada lugar de muerte, el punto desde donde puede surgir vida. ...»
Si esto es así, lleva a algunas consecuencias importantes en cuanto a la pregunta de Hernán:
Aunque en la práctica pueda haber límites, no puede haber límites teóricos en cuanto a la posibilidad de despojar a la fe, de desnudarla de todo aquello -incluso lo más santo y bueno- que provenga de la(s) cultura(s) en la(s) que fue formulada. En particular, a mí me resulta preocupante que ante esta circunstancia que estamos atravesando de una enorme mutación cultural a escala mundial y que no parece que vaya a detenerse, al menos de momento, los creyentes estemos tan poco preparados para realizar una distinción tan práctica y tan necesaria a cada paso como es la de la fe y la religión.
Realmente la fe, nuestra fe, requiere una religión, requiere un conjunto codificado de signos en los que expresarse; y es natural que ese conjunto salga de donde ha salido siempre, del pozo de la «religión natural». Una total abolición de la religión en nombre de la fe -como se formulaba en experimentos de laboratorio como la teología dialéctica-, una secularización a ultranza en nombre de «limpiar» la fe de sus adherencias religiosas naturales, no parece que dé resultado: arroja al hombre por completo a la angustia de la vida material.
La religión -¡sí, la natural!- cumple una función protectiva real, nos enseña realmente que no somos sólo lo que comemos, lo que sudamos, lo que eyaculamos... no se trata de ningún engaño: es que realmente no lo somos. En todo eso que somos fenoménicamente, se expresa fenomenológicamente un núcleo inaprehensible en la red de la materia, ese núcleo del que hablan la religión natural, el conocimiento, el arte... ¡la cultura, en fin! Todo eso que el hombre -que cada uno de nosotros- quiere y cree ser por encima de sus determinaciones materiales, y que nos dejan con la sed de «¿será verdad que soy algo más que la tortilla de patatas que acabo de comerme?».
Puede parecer ridícula y torpe esta pregunta, pero escuché hace muy poco el video de una conferencia sobre neurociencia , donde el neurólogo decía al público que, en definitiva, «sólo somos un chorro de esperma que quiere perpetuarse» (no recuerdo si la frase es literal, pero sí su sentido).
No critico que el neurólogo que lo decía pueda sentir sobre sí mismo eso (a mí me parece puro efectismo, pero no puedo demostrarlo), ni que l@s que lo oían parecieran estar la mayoría de acuerdo. En todo caso creo que el hecho mismo de que nos reunamos a preguntar «¿qué somos en realidad?», habla fenomenológicamente de un algo de sentido que excede al chorro de esperma y la tortilla de patatas. ¿Hace falta demostrar esto?
Sin embargo, el solo hecho de que en nuestra época resulte normal escuchar esa clase de planteos, que no se vean como planteos críticos marginales (también los antiguos griegos contaron con vertientes críticas radicales) sino como suficientemente obvios para incorporarlos a los culebrones de la tarde, hace que surja una nueva angustia en la pregunta de la cultura: ¿es que realmente puedo considerarme algo más que todo eso? No es otra pregunta, sino otra la angustia desde donde se realiza.

Los creyentes tenemos cierta confusión al respecto: creemos que la respuesta a eso es fe, y la respuesta a eso no es fe sino cultura, no es fe sino arte, no es fe sino ciencia, no es fe sino política, economía, etc.
La fe no viene a responder por lo que somos, viene a restañar la herida, a decirle al hombre: «sí, eso que has visto de ti mismo, Dios lo quiere. No lo has visto -o entrevisto- sólo tú, también él lo ha visto, y lo avala.»
Me gusta mucho el cuadro-mesa de Bosco «Los siete pecados capitales», y su ojo divino en el centro, con la advertencia «cave, cave, Deus vidit»: cuidado, Dios ve. La frase suena -y era- moralista, pero podemos también entenderla en otro sentido: «hay un sentido para el cuidado, tiene sentido el cuidado, Dios ve», dicho de otra manera: no sólo tú ves que no eres apenas un chorro de esperma que quiere perpetuarse, también Dios ve y te dice, adelante, perpetúate sin miedo, vale la pena: creced y multiplicaos, llenad la tierra, ejerced señorío en ella.

La fe necesita un lenguaje para decir eso, necesita una cultura, necesita un arte, necesita una ciencia, necesita una religón y una economía, una política y una sociología... pero le da lo mismo cual sea: si es cultura, sea cual sea, ya ha sobrevolado el abismo del sinsentido, ya se está elevando por sobre la angustia de la «red de sangre».
Tal vez la extensión del materialismo hasta los límites del culebrón de la tarde lo que viene a decirnos a los creyentes no es «no nos gusta vuestra fe», sino «no oiremos hablar de ello hasta que no seáis capaces de despojaros de toda la innecesaria adherencia. No volveremos a oír hasta que no nos dejéis hablar.»

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